Stars and Cars of the '50s (esp)

Jürgen Lewandowski

En 1980 vi el nombre de Edward Quinn por primera vez en un libro cuyo sugestivo título era Riviera Coctail; el subtítulo rezaba Los dorados años cincuenta en la Costa Azul. Quedé fascinado. La cubierta del libro, de color lila oscuro, prometía con nombres como Gunter Sachs, Giovanni Agnelli, Jean Cocteau, Françoise Sagan, Peter Ustinov, Yul Brynner y – naturalmente – Brigitte Bardot. Y, además, docenas de otros nombres que me interesaban, pero que ahora llevaría mucho tiempo enumerar aquí.

Luego de una primera ojeada rápida y de leer intensamente, poco después, las 200 páginas del libro, tuve la certeza de que había nacido en la época y en el lugar equivocados. Y en lo referente a la fortuna – que yo no poseía – de un Aristóteles Onassis o de un Duque de Windsor también comprendí que, en esa época, el dinero no lo había sido todo. Quien destacara y fuera reconocido como artista, quien tuviera éxito como cantante o supiera cultivar de modo convincente el estilo de vida de un bon vivant también podía divertirse, disfrutar de la vida y pasarlo formidable en la Costa Azul, incluidos el glamour y las arrebatadoras e irresistibles mujeres. Era ésta una perspectiva que correspondía a mis deseos y que el libro respaldaba. Dicho en pocas palabras: en la época cuando quedé cautivado por las fotos de Edward Quinn, el fotógrafo no solamente estaba casi en el olvido sino que, además, aún no había sido redescubierto. La razón fundamental de este hecho era que este libro, publicado en 1980, no había sido el best seller que debió haber sido – aunque otros libros han corrido igual suerte.


Por suerte, el destino se mostró generoso con Edward Quinn: 27 años después de su primera aparición, el título Riviera Cocktail me salió nuevamente al paso. Esta vez, sin embargo, el nuevo libro tenía un formato mayor, más lujoso y espectacular. Y Edward Quinn recibió por fin el elogio y el reconocimiento que se le había negado a su obra un cuarto de siglo antes. Finalmente se aquilató el esplendor y el glamour de una época en la que el dinero y el ingenio se complementaban, en la que la crema y nata de la sociedad no era pasto de importunos paparazzi y las estrellas de cine podían moverse y comportarse de manera normal en la vida cotidiana. Se iniciaba un periodo en la que el gran mundo se reunía en una pequeña franja costera para rodar películas, celebrar fiestas, disfrutar de vacaciones y entregarse a la dulce vida la cual, después de años de guerra, se gozaba – debía gozársela – con tanta fruición puesto que los demonios de la conflagración querían, con seguridad, que se los mantuviera a raya.

Naturalmente, el automóvil también formaba parte de este estilo de vida. El coche no sólo representaba una movilidad que había sido reconquistada y, además, la certeza de que se podía conquistar los lugares y los paisajes hacia los que uno se sentía atraído en la búsqueda de la belleza y el placer de vivir; hacia los lugares de moda de una sociedad que quería volver a cultivar las fiestas y las celebraciones. Siguiendo la tradición de los años veinte y treinta, el coche era igualmente símbolo de riqueza, a veces de ambiciones deportivas y, de tarde en tarde, incluso de buen gusto. Y por ello no sorprende en absoluto que, en las páginas siguientes, nos topemos con algunos de los iconos de diseño que hoy en día pueden encontrarse en las cocheras de los coleccionistas y que, como consecuencia del drástico aumento de valor de los coches clásicos, alcanzan precios en las subastas que sus antiguos propietarios jamás hubieran podido imaginar.

Dentro de esta categoría se encuentran, sin duda alguna, los diversos Ferrari 250 GT California Spider, uno de los cuales – aquél con el número de chasis 2175 GT – fuera adquirido en la primavera de 1961 por el director cinematográfico Roger Vadim, quien – según dicen – se lo regaló a Brigitte Bardot, a pesar de aquí lo vemos en compañía de Catherine Deneuve. O el California Spider, con la matrícula monegasca, en el que Alain Delon y Jane Fonda se lo pasaban en grande cuando circulaban a gran velocidad por la Costa Azul en 1964. O el 212 Vignale Spider (0076E) del director cinematográfico Roberto Rossellini, quien hizo con él una escala en Mónaco para que le repararan el frágil motor de doce cilindros. Aún más raro es el 375 MM (0456 AM), del año 1954, que Roberto Rossellini e Ingrid Bergman se mandaron fabricar en los talleres de Carrozzeria Pininfarina. Apenas tres años más tarde, el vehículo apareció en Cannes como coche de ocasión. Hoy muchos lo consideran un hito de la construcción de carrocerías e icono del diseño italiano. En aquellos tiempos, nadie podía imaginarse que esos coches equipados con un motor de doce cilindros alcanzarían cotizaciones millonarias hoy en día. Y está bien que haya sido así porque, de lo contrario, sus antiguos propietarios jamás hubieran paseado tan relajada y despreocupadamente en esas excelsas obras maestras. Con seguridad, ya entonces los habrían tenido prisioneros en cocheras climatizadas tal y como es el caso asaz frecuente en la actualidad.

Princess Grace arriving at the Night Club of the Casino. Monte Carlo 1956. © edwardquinn.com
Princess Grace arriving at the Night Club of the Casino. Monte Carlo 1956. © edwardquinn.com
Juan Manuel Fangio , Grand Prix Automobile de Monaco 1950. © edwardquinn.com
Juan Manuel Fangio , Grand Prix Automobile de Monaco 1950. © edwardquinn.com

En esos tiempos, el vínculo que se establecía con el coche era de otra naturaleza. Eso ya lo evidencia la foto de Peter Ustinov y su Aston Martin DB 2 Drophead Coupé. El actor, que más tarde sería ennoblecido convirtiéndose así en Sir Peter y que, además, era un excelente conocedor de automóviles, utilizaba el noble vehículo como medio de transporte para la vida diaria, a cualquier hora del día y en cualquier atuendo, como lo ponen de manifiesto las prácticas sandalias con las que podemos admirar (al lado de su Aston Martin) al futuro astro mundial y futuro propietario de distintos modelos de las casas Hispano-Suiza y Maserati. Las pocas fotos en las que vemos a famosos subirse a coches comunes y corrientes o posar al lado de éstos, – por ejemplo, a Roberto Rossellini (un ferrarista comprobado) subiendo a un Panhard Dyna, o a Louis Chiron, piloto de carreras monegasco de Grand-Prix, mientras observa a su mujer en el Renault 4 CV de ésta –, son la excepción. Sin embargo, estas imágenes, que en modo alguno nos dejan indiferentes, no muestran, por cierto, la realidad total: ¿Sophia Loren al lado de un Peugeot 203? ¿Brigitte Bardot en el preciso momento en el que está bajando de un Citroën 2CV? ¿O la actriz cinematográfica Martine Carol quien, junto con su marido, Christian-Jaque, posa al lado de su Citroën DS? Tenía que tratarse de una personalidad importante para que fuera fotografiada al lado de un coche común y corriente. Al fin y al cabo, en la obra de Edward Quinn la vida cotidiana sólo tiene cabida de manera limitada. La vida normal y sencilla fue marginada en los años cincuenta: quien quería ver fotos de la Costa Azul, esperaba glamour y estrellas.

Y por esta razón, entre estos recuerdos de una época esplendorosa también se encuentran los grandes y ostentosos automóviles – o haigas – estadounidenses, las limusinas británicas y los casi inevitables coches de gala de la casa Rolls-Royce, que nos hablan de la importancia y de la riqueza de sus propietarios. Quien gustaba de un estilo algo más deportivo, de buen grado echaba mano del Ford Thunderbird, aquella respuesta seudo deportiva de la casa Ford al Chevrolet Corvette. Más adelante, se les unirían a los modelos previamente mencionados de las casas Ferrari, Jaguar y Aston-Martin algunos Porsche y, sobre todo, el Mercedes-Benz 300 SL. En virtud de su original mixtura que combinaba formas agresivas (sus puertas de ala de gaviota), técnica de vanguardia (armazón tubular e inyección de gasolina) y éxitos deportivos (triunfos en Le Mans, Nürburgring y en la carrera Panamericana), el Mercedes-Benz 300 SL le daba a cualquier macho más o menos acaudalado la sensación de poseer el mejor coche deportivo. Y sólo basta con observar las caras de conocedores de un Karim Aga Khan, de un Yul Brynner o del Sha de Persia para darse cuenta de que se han sacado el gordo de la lotería: era imposible tener un estatus mayor.

Como bien podemos imaginar, la Costa Azul era un biotopo: ofrecía el tiempo perfecto para rodar las películas perfectas, un paisaje ante el cual se puede sucumbir incluso hoy – si es que se consigue esquivar las oleadas de turistas –, además de comida inmejorable, buenos vinos, champaña en cantidades y mujeres tan hermosas que atraían a los ricos y atractivos galanes como la luz a las mariposas. Sin duda alguna, una atracción adicional de ese lugar era que, por entonces, la vida era allí realmente muy barata para los productores estadounidenses y sus séquitos gracias al fuerte dólar. Y como los maravillosos Grand Hotels a lo largo de la costa brindaban el fondo ideal, y el principado de Mónaco sabía esparcir como gotas de rocío el encanto de un Estado de opereta que incluía un príncipe auténtico, la seducción que emanaba de la Costa Azul era enorme.

La Riviera francesa era una especie de decorado teatral de ensueño que, sin embargo, también atraía a aquellos europeos que – bien como empresarios (o como hijos de éstos) o bien como aristócratas o políticos – habían alcanzado esa prosperidad que era siempre necesaria en la Costa Azul si se estaba buscando una vivienda adecuada y algo de diversión. Y el que no disponía de dinero suficiente se aseguraba entonces de la amistad de un Aristóteles Onassis, como la que cultivaba majestuosa y solemnemente el ex Primer Ministro británico Winston Churchill de manera ejemplar. Y quien en su patria ya no tuviera un lugar donde poder descansar porque su pueblo o los militares lo había absuelto del cargo de mando podía tener la seguridad de que allí, en la Costa Azul, encontraría un nuevo hogar apropiado – siempre y cuando los recursos financieros que trajera consigo (o que hubiera depositado a tiempo en Suiza) no se agotaran. Edward Quinn no hubiese podido elegir un mejor lugar en este mundo para poder trabajar como fotógrafo.

¿Qué nos causa hoy en día tanta fascinación en estas fotografías?

Tal vez sea, antes que nada, la ligereza o agilidad que estas fotos exhalan, la alegría de vivir. Y, claro, también el placer de mostrar lo que se poseía. Algo del todo contrario a lo que actualmente sucede: hoy en día, uno se avergüenza con gran facilidad por el hecho de haber conseguido llegar a ser alguien. Si con la fantasía, la creatividad y el trabajo que se habían invertido para alcanzar el éxito y la posición se lograban esas metas, en aquellos años no se dudaba de que los sueños debían realizarse y vivirse a plenitud.

Albert Drake, autor estadounidense, escribió en sus reflexiones sobre la magia de los años cincuenta lo siguiente: “Fue una época de inocencia y entusiasmo. Había mucho menos gente y mucho más libertades personales. Disfrutábamos de la situación paradójica de tener pocas expectativas y, al mismo tiempo, sueños imposibles. Un espíritu general de optimismo flotaba en el ambiente. Naturalmente era una gran ayuda el hecho de que todos fuéramos jóvenes, y quizás esta razón única es la que nimba mi visión de aquella época”. Y más adelante continúa diciendo: “Fue este espíritu de optimismo el que caracterizó los años cincuenta – todo era posible. Sé que percibía el optimismo en el aire – ya fuera el advenimiento del cinemascope o los equipos de ‘alta fidelidad’, la televisión o los aviones con motores a reacción –; siempre había algo maravilloso que estaba ocurriendo”.

Edward Quinn y su mujer también contribuyeron a crear esta atmósfera: reunieron los momentos maravillosos que estaban ocurriendo en un mágico país de Camelot que, en los años cincuenta, se había materializado de esa forma en la Costa Azul. Así lograron contribuir con su aporte al mito y crear un Shangri-La cuyos efectos se perciben hasta el día de hoy.

Un Shangri-La pletórico de automóviles descapotables y gente bien parecida. Un lugar en el que se ponía a la vista de todos el dinero y la riqueza que se poseía, y en el que los automóviles eran parte central de esta puesta en escena de la que uno mismo era el protagonista: entonces no era todavía costumbre ir de fiesta en fiesta a bordo de un helicóptero; el viaje en coche aún constituía la meta. Los automóviles debían mostrar las tareas encomendadas: representación, deportividad, nobleza y, a veces también, algo de hedonismo. Además, tampoco regía aún el imperio del túnel aerodinámico, y el gusto por el cromo continuaba inquebrantable, lo que dio origen a una variedad de formas que hasta el día de hoy nos dejan casi sin aliento. Sin embargo, cuando miramos las fotos de Quinn llegamos también a otra conclusión: en aquella época había una mayor cantidad de fabricantes de coches. En Francia, por ejemplo, existía una considerable serie de marcas: desde Simca, pasando por Facel-Vega, Talbot, Bugatti y Panhard, hasta Peugeot, Citroën y Renault. En Gran Bretaña se producían coches de las marcas Bristol, MG, Hillman, Sunbeam, Austin Healey, Aston Martin, Jaguar, Rolls-Royce y Bentley.

La variedad entre los modelos estadounidenses era del todo aplastante. Había marcas como Nash, Buick, Packard, Dodge, Studebaker, Oldsmobile, Kaiser, Hudson, Ford, Lincoln, Chevrolet y Chrysler y, por supuesto, los Cadillac, recargados aunque impresionantes, en los que las estrellas cinematográficas de muy buen grado se mostraban en público. Alemania, por el contrario, con Mercedes-Benz, BMW y Porsche, estaba pobremente representada, en honor a la verdad. Ello se explica por la oferta relativamente pequeña de modelos exclusivos. A fin de cuentas, sólo existieron los de la serie Mercedes-Benz 300 y el BMW 503 y 507. Muy parecida era la situación en Italia. Eran menester los Beach-Buggies (o areneros), como el Jolly, para que un Fiat llamara la atención de algún insigne personaje y lograra que éste se subiera a él. Las celebridades se interesaban más bien por los modelos de Ferrari, Maserati, Alfa-Romeo y Lancia, en los que el diseño y la técnica se combinaban y complementaban. No sorprende en absoluto, por lo tanto, que el Príncipe Rainiero de Mónaco, cuya cochera estaba muy bien surtida, se sentara complacido al volante de los automóviles de la casa Lancia: un B20 Aurelia Gran Turismo y un magnífico Lancia Aurelia B24 Spider America.

El programa de contraste estaba a cargo de la Vespa, en verdad insustituible como medio de transporte para distancias de corto recorrido. Ya entonces eran frecuentes los atascos en La Croisette o en las cercanías del palacio del Príncipe Rainiero, y era lógico que uno quisiera dejarlos atrás cuanto antes.

Un viaje por los mundos de Edward Quinn es un viaje a través de una época como no volverá a repetirse nunca más. La Costa Azul sigue siendo hoy un verdadero encanto, qué duda cabe... si uno está allí en la estación del año correcta y en el lugar preciso. Por lo demás, la Riviera francesa se ha convertido en una especie de Disneylandia y, como no podía ser de otra manera, se ha vuelto muy concurrida y extremadamente cara. Veamos entonces las fotos como eso que son: un maravilloso recuerdo de una época en la que, ¡válgame Dios!, no todo era mejor, pero en la que la gente tenía la absoluta convicción de que todo podría ser mejor. Probablemente sea este optimismo lo que convierte a estas fotos en algo muy especial. Y gocemos del esplendor, de la suntuosidad y de la variedad de estos automóviles: estos rasgos tampoco se volverán a repetir de esta manera.

¿Cómo decía esa hermosa canción de los Beatles en el álbum Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band de 1967? A splendid time is guaranteed for all, les garantizamos que lo pasarán muy bien. Mejor no se puede describir las sensación que se siente al ojear estas páginas.

„Edward Quinn. Stars and Cars oft the 50s“, teNeues Publishing Group 2008